martes, 19 de febrero de 2013

EL POZO.


EL POZO

 

 

 Asomándote a un pozo
                                     y mirando a su fondo,
                                     gozosa me gritaste:
                                         - ¡Mira...! En lo más hondo
                                             veo reflejadas dos estrellas...!
                                           ¿A que no me las coges ...?
                                            ¡Son tan bellas ...!
                                          - No puedo, amor,
                                             eso que ves
                                             que en el fondo destella,
                                             no son estrellas...
                                             son tus ojos...



                    (falvearc)


Domingos de lluvia.

         Es la 1:45 de la madrugada. Y me he levantado de la cama para ventilarme unos desconsiderados retortijones, vulgo dolor de tripas, que me quitan el sueño. Así es que espero que un gelocatil diluído en este nuevo apunte de recuerdos nostálgicos me permitan volver a la cama en cuanto acabe. Para seguir soñando, claro....



                Íbamos a misa a la parroquia de Astillero, normalmente con Joaquín, el chófer  en el Ford. La santa misa, casualmente, siempre la celebraba Don Francisco, el párroco. Y digo casualmente porque de los al menos tres párrocos que se sucedieron en Astillero por muerte natural, me parece que los tres se llamaron Don Francisco. Sí que fue casualidad, aunque también puede ser que me falle ya un poco la memoria y alguno fallara también. Sí:  ciertamente, creo que uno, despistado, se llamó Don Jesús, pero no importa. Lo normal, lo mas frecuente, era que lloviera si bien alguna vez disfrutábamos de días de sol. Diluviando, cruzábamos en dos saltos los charcos que separaban al coche de la iglesia, contribuyendo como buenos fieles a mojar más su suelo de madera, pasillo central y accesos a los bancos; suelo tan mojado que testimoniaba la abundancia de agua y de fe en el pueblo de Astillero; me acuerdo de tanto paraguas ya cerrado que, apoyado contra los bancos y esquinas con su charquito debajo, entonces veía como si se estuvieran orinando. Una vez asentado en un extremo de banco no siempre libre, o de pie entre los hombres, procuraba centrarme en la ceremonia. Que Dios me perdone, y no dudo que lo hará porque como sobre todo ama y comprende al hombre, El entendería que yo no pudiera evitar el que antes de ponerme a la misa, tenía que echar un vistazo disimulado y tímido pero siempre eficaz tratando de localizar a alguna chica de mis preferidas o a la que en aquella etapa estuviese en mi candelero, lo que podía variar bastante de unos años a otros; y no siempre era sencillo, pues la mantilla obligatoria dificultaba ver los rostros y había que esperar a que se volviera un poquito, no mucho porque no estaba bien visto mirar hacia atrás. Hubo una primera, Ana María, que me dio guerra mucho tiempo, aunque en la iglesia ya la tenía localizada apenas yo entraba; como todas las primeras ilusiones. A mí me parecía la chica más guapa del mundo, y me tenía que resignar a oír de los señores mayores que decían solo que era muy guapa. Luego, cuando me dejó por lo que entonces se llamaba “un buen partido”, la sustituyó en mi corazón otra Ana María. Mas bien fea, a mí me gustaba un montón; y no es que estuviese especialmente buena, pues era mas bien un fideo, pero las cosas son así: me gustaba y punto. Se conoce que en Astillero, la repetición de nombres se daba mucho o, desde luego, yo no era demasiado original.


                Cuando he dicho que si no había sitio en que sentarme me ponía de pie entre los hombres, quiero dejar constancia de lo que era costumbre entonces en todas las iglesias, de pueblo, de ciudad o la mismísima catedral: en todas las celebraciones religiosas, los hombres separados de las mujeres. Los hombres apiñados de pie y detrás, tan a la puerta de la iglesia como sea posible con la intención no muy católica de salir pitando en cuanto termine el cura: eran muchos los que llegaban a media misa y la bendición final la recibían ya desde el patio, o desde la calle si había escampado. ¡Cuántos chaparrones ayudaron a oír misa entera casi todos los domingos y fiestas de guardar...!. Este hábito de los hombres, en general,  durante las ceremonias de culto, responde posiblemente a la larga época que se vivió de política nacional de confabulación Iglesia-Estado: ir a misa, sí; está bien considerado y conviene; pero atrás, porque los curas son cosa de mujeres. Cuando llegaba el momento de la homilía, el sacerdote interrumpía la misa y subía al púlpito: Todas privilegiadas que tenían banco, se sentaban. Por unos segundos, el murmullo de sentarse rompía el silencio de la ceremonia. Unos segundos más de silencio, y comenzaba la plática dominical. ¿cuánto duraría el sermón...? Normal generalmente, larga y pesada excepcionalmente, pero nunca corta. ¡Qué descaro...! Con el rabillo del ojo, podía ver cómo algunos hombres de los de más atrás, siempre los mismos, se salían a fumar un pitillo. Sospechábamos que eran comunistas o, por lo menos, de ideas avanzadas..."¡Gracias, Señor, por no habernos hecho así...!" Sin comentarios... (En verdad, lector.., odio esa frase por la soberbia e incomprensión que encierra: en mi, debe interpretarse todo lo contrario...)


                De niños, a la salida de misa, bajábamos en el coche hasta un puesto de periódicos cerca de la estación, y comprábamos tres o cuatro tebeos. Quizá también algún “sobre sorpresa”: azul, con cromos y baratijas desconocidas en su interior. Y a casa, que llueve.


                Ya de mozos, si llovía mucho hacíamos lo mismo pero sin tebeos: sólo irnos  a casa,  porque nuestras mozas se iban también con sus respectivas madres a sus respectivas casas.


Pero si hacía sol, o bueno sin llover, o incluso chispeando un poco, acompañábamos a nuestras mozas llevando su paraguas a lo largo de toda la calle de San José, la calle principal del pueblo que, según con quien fueras, se te hacía más corta o más larga... Con suerte, con mucha suerte, podía caer algún vinillo antes de dejarlas...


                Lo peor era que casi siempre las dejábamos para ir a casa a estudiar lo que por pereza no habíamos querido hacer el sábado. ¡Qué asco...!



jueves, 7 de febrero de 2013

LAS HERRAMIENTAS DEL SEÑOR ANTONIO.

           Querida hija: no me apremies tanto que, aunque no lo creas, circunstancialmente ando muy mal de tiempo. No. No me estoy durmiendo...aunque la leña tiene fin, en particular cuando buscas un tipo concreto de leña... Y, precisamente para no dormirme, he de administrarla.
           En cualquier caso, ahí va...¡¡¡Más maderaaa!!! Otro apunte personal de mi niñez. Al escribirlo, retrocedo a ella... Y en este caso el apunte se refiere a LAS HERRAMIENTAS DEL SEÑOR ANTONIO.

   


¿Podrían haber sido las primeras herramientas que veía en mi vida...? El Señor Antonio (Antonio Hontavilla), portero decano de la fábrica vieja, tenía su vivienda en la misma portería de abajo, y cerca de ella disponía de un pequeño terreno dedicado a huerto. En él, una glorieta o cenador de celosía que más que como cenador utilizaba para guardar sus aperos y demás cosas que apañaba.
Ahora, recuerdo al Señor Antonio como un tipo muy parecido a nuestro querido actor Pepe Isbert. Siempre con su traje de pana rayada marrón, especie de uniforme eterno, con su correspondiente gorra de plato. Siempre servicial, que “para eso tenía de todo”...Pues era cierto: pronto aprendimos a recurrir al Señor Antonio cuando para nuestros enredos fabriles necesitábamos Gabriel y yo una tenaza, un serrucho o un alicate, o un martillo con unos pocos de clavitos: en una mezcla de orgullosa satisfacción por nuestro reconocimiento, y cabreillo murmuroso por lo bajo por nuestras demasiado frecuentes molestias, daba gusto ver cómo se dirigía al cenador, y cual un sacerdote abriendo el sagrario, elevando sus manos abría las puertecillas de un armarito desvencijado en el que se veían perfectamente ordenadas con tiras de cuero una veintena de herramientas normales, cajitas de pastillas para la tos llenas de clavitos, rollitos de alambre, etc. etc.

No faltaba la recomendación de devolver enseguida lo que fuera, pero creo que en el fondo le encantaba que le pidiéramos prestadas sus cosas.

La verdad es que, calculo que no tendría yo aún los 10 años, así que es muy posible que en este ver “tanta herramienta” y tan bien colocada se encuentren los auténticos orígenes de mi desmedida afición o herramentofilia, e incluso mi primera conciencia del orden aplicado. No puedo afirmar que fueran las primeras herramientas que vi en mi vida, pero sí afirmo que fueron las primeras que yo mismo manejé y me proporcionaron la increíble satisfacción del trabajo realizado. ¡Gracias, Señor Antonio..!





sábado, 2 de febrero de 2013

viernes, 1 de febrero de 2013


‑Los locos no son tales locos: solo son el partido de la oposición en la democracia del pensamiento.

(falvearc)