Es la 1:45 de la madrugada. Y me he levantado de la cama para ventilarme unos desconsiderados retortijones, vulgo dolor de tripas, que me quitan el sueño. Así es que espero que un gelocatil diluído en este nuevo apunte de recuerdos nostálgicos me permitan volver a la cama en cuanto acabe. Para seguir soñando, claro....
Íbamos a misa a la parroquia de Astillero, normalmente
con Joaquín, el chófer en el Ford. La santa misa, casualmente, siempre la
celebraba Don Francisco, el párroco. Y digo casualmente porque de los al menos
tres párrocos que se sucedieron en Astillero por muerte natural, me parece que
los tres se llamaron Don Francisco. Sí que fue casualidad, aunque también puede
ser que me falle ya un poco la memoria y alguno fallara también. Sí: ciertamente, creo que uno, despistado, se
llamó Don Jesús, pero no importa. Lo normal, lo mas frecuente, era que lloviera
si bien alguna vez disfrutábamos de días de sol. Diluviando, cruzábamos en dos
saltos los charcos que separaban al coche de la iglesia, contribuyendo como
buenos fieles a mojar más su suelo de madera, pasillo central y accesos a los
bancos; suelo tan mojado que testimoniaba la abundancia de agua y de fe en el
pueblo de Astillero; me acuerdo de tanto paraguas ya cerrado que, apoyado
contra los bancos y esquinas con su charquito debajo, entonces veía como si se
estuvieran orinando. Una vez asentado en un extremo de banco no siempre libre,
o de pie entre los hombres, procuraba centrarme en la ceremonia. Que Dios me
perdone, y no dudo que lo hará porque como sobre todo ama y comprende al
hombre, El entendería que yo no pudiera evitar el que antes de ponerme a la
misa, tenía que echar un vistazo disimulado y tímido pero siempre eficaz
tratando de localizar a alguna chica de mis preferidas o a la que en aquella
etapa estuviese en mi candelero, lo que podía variar bastante de unos años a
otros; y no siempre era sencillo, pues la mantilla obligatoria dificultaba ver
los rostros y había que esperar a que se volviera un poquito, no mucho porque
no estaba bien visto mirar hacia atrás. Hubo una primera, Ana María, que me dio
guerra mucho tiempo, aunque en la iglesia ya la tenía localizada apenas yo
entraba; como todas las primeras ilusiones. A mí me parecía la chica más guapa
del mundo, y me tenía que resignar a oír de los señores mayores que decían solo
que era muy guapa. Luego, cuando me dejó por lo que entonces se llamaba “un
buen partido”, la sustituyó en mi corazón otra Ana María. Mas bien fea, a mí me
gustaba un montón; y no es que estuviese especialmente buena, pues era mas bien
un fideo, pero las cosas son así: me gustaba y punto. Se conoce que en
Astillero, la repetición de nombres se daba mucho o, desde luego, yo no era
demasiado original.
Cuando he dicho que si no había sitio en que sentarme
me ponía de pie entre los hombres, quiero dejar constancia de lo que era
costumbre entonces en todas las iglesias, de pueblo, de ciudad o la mismísima
catedral: en todas las celebraciones religiosas, los hombres separados de las
mujeres. Los hombres apiñados de pie y detrás, tan a la puerta de la iglesia
como sea posible con la intención no muy católica de salir pitando en cuanto
termine el cura: eran muchos los que llegaban a media misa y la bendición final
la recibían ya desde el patio, o desde la calle si había escampado. ¡Cuántos chaparrones ayudaron a oír misa entera
casi todos los domingos y fiestas de guardar...!. Este hábito de los hombres,
en general, durante las ceremonias de
culto, responde posiblemente a la larga época que se vivió de política nacional
de confabulación Iglesia-Estado: ir a misa, sí; está bien considerado y
conviene; pero atrás, porque los curas son cosa de mujeres. Cuando llegaba el
momento de la homilía, el sacerdote interrumpía la misa y subía al púlpito:
Todas privilegiadas que tenían banco, se sentaban. Por unos segundos, el
murmullo de sentarse rompía el silencio de la ceremonia. Unos segundos más de
silencio, y comenzaba la plática dominical. ¿cuánto duraría el sermón...? Normal generalmente, larga y pesada
excepcionalmente, pero nunca corta. ¡Qué descaro...! Con el rabillo del ojo,
podía ver cómo algunos hombres de los de más atrás, siempre los mismos, se salían
a fumar un pitillo. Sospechábamos que eran comunistas o, por lo menos, de ideas
avanzadas..."¡Gracias, Señor, por no habernos hecho así...!" Sin comentarios... (En verdad, lector.., odio esa frase por la soberbia e incomprensión que encierra: en mi, debe interpretarse todo lo contrario...)
De niños, a la salida de misa, bajábamos en el coche
hasta un puesto de periódicos cerca de la estación, y comprábamos tres o cuatro
tebeos. Quizá también algún “sobre sorpresa”: azul, con cromos y baratijas
desconocidas en su interior. Y a casa, que llueve.
Ya de mozos, si llovía mucho hacíamos lo mismo pero
sin tebeos: sólo irnos a casa, porque nuestras mozas se iban también con sus
respectivas madres a sus respectivas casas.
Pero si hacía sol, o
bueno sin llover, o incluso chispeando un poco, acompañábamos a nuestras mozas
llevando su paraguas a lo largo de toda la calle de San José, la calle
principal del pueblo que, según con quien fueras, se te hacía más corta o más
larga... Con suerte, con mucha suerte, podía caer algún vinillo antes de
dejarlas...
Lo peor era que casi siempre las dejábamos para ir a
casa a estudiar lo que por pereza no habíamos querido hacer el sábado. ¡Qué
asco...!