Pero cualquiera que haya vivido en La Montaña sabe
que mantener los caminos limpios de hierba supone un constante trabajo de “sorrapeado”:
arrancar con una azada la hierba, que va
creciendo casi apenas se va quitando como una especie de mofa o venganza de la
naturaleza...¡parece que no se da a basto...!. Y para esta concienzuda y
paciente labor en los caminos de nuestro jardín se eligió a un abueluco
aparentemente octogenario, pareciéndome recordar que le unía cierto parentesco
con otro trabajador de la factoría. Campesino nato, investido con su aldeano
blusón azul y su boina, digo aparentemente octogenario por su aspecto físico:
ya pequeñito o más bien encogido, con su tez quemada y arrugada, su pelo blanco
apenas sobresaliendo bajo su boina y, sobre todo, asombrosamente encorvado
hacia la tierra como si hubiera nacido para limpiar de hierba de todos los caminos
del mundo. De esta pobre gente, es difícil estimar la edad: una existencia
dura, y su imagen octogenaria podría encubrir tan solo sesenta años de vida.
Nunca supimos su edad; él mismo, tampoco.
Realmente, trabajando al ritmo lento y cansino conque
realizaba su tarea completamente a su aire y casi a su gusto, la elección era
acertada: el Tío Preciados quería seguir trabajando por dos razones: porque lo
había hecho toda su vida y no sabría parar, y porque en aquella época, el que
no trabajaba no cobraba. Aún no se habían inventado las pensiones para el
trabajador, por lo que su retiro normal era la vejez pegado a las costillas de
los hijos o, con mas frecuencia, la muerte por enfermedad. Yo, desde niño, fui
aprendiendo ya en qué miseria y abandono murieron algunos trabajadores amigos
míos.
Y es así como teníamos meses y meses al Tío Preciados
dando vueltas alrededor del jardín, como una sombra a la que no se hace ni
caso, sorrapeando el camino tan despacio que, cuando llegaba al final de una
vuelta, ya había nueva hierba donde había comenzado... Naturalmente, a mis
padres no les importaban demasiado unos caminos verdeantes, porque sabían que
el Tío Preciados se sentía a gusto, y eso, para mi madre, era más importante.
Del Tío Preciados, además, tengo grabada una imagen que de niño me impresionó: cuando escupía para afilar el “dalle” (guadaña) con la pizarra, escupía una saliva verde como la hierba. Como la hierba que arrancaba de los caminos. Entonces no supe por qué. Hoy, pienso que quizá llevase La Montaña en sus propias entrañas...
(De unos apuntes personales sobre mis añoranzas. Copiar y pegar. Para probar nuestro recién estrenado blog... Si pudiera gustar, sigo. (falvearc))
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminargusta, papá
ResponderEliminarCarmen! que bien encontrarte aquí... escríbeme a liana.arias@live.com para estar en contacto. Besos.
EliminarOtra maravillosamente escrita historia, Fernando. Me encanta tu estilo. Eres único y tan profunda esa mirada tuya ya de niño...me gustaría leer más, mucho más. Liana
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