sábado, 26 de enero de 2013

EL TÍO PRECIADOS.

                Del jardín que rodeaba el chalet, podría decirse que su parte noble era la de delante de casa: era el jardín de recibo que además de para disfrute y solaz personal, se tenía en cierto modo acondicionado como para impresionar a las visitas e invitados que antes de entrar en casa lo circundaban con el coche. Aun cuando todo, jardín y huertas, estaban siempre superatendidas por el numeroso personal a ello dedicado, obviamente era la delantera de casa objeto de especiales esmeros: su recoleto prado con su estanque, magnolias y palmeras, incluía macizos con rosales y cerco de heliotropo, clavelinas blancas y planteles de violetas, hortensias por doquier, o cualquier otra cosa que Manuel se encargaba de mantener y variar de temporada en temporada.

                Pero cualquiera que haya vivido en La Montaña sabe que mantener los caminos limpios de hierba supone un constante trabajo de “sorrapeado”: arrancar  con una azada la hierba, que va creciendo casi apenas se va quitando como una especie de mofa o venganza de la naturaleza...¡parece que no se da a basto...!. Y para esta concienzuda y paciente labor en los caminos de nuestro jardín se eligió a un abueluco aparentemente octogenario, pareciéndome recordar que le unía cierto parentesco con otro trabajador de la factoría. Campesino nato, investido con su aldeano blusón azul y su boina, digo aparentemente octogenario por su aspecto físico: ya pequeñito o más bien encogido, con su tez quemada y arrugada, su pelo blanco apenas sobresaliendo bajo su boina y, sobre todo, asombrosamente encorvado hacia la tierra como si hubiera nacido para limpiar de hierba de todos los caminos del mundo. De esta pobre gente, es difícil estimar la edad: una existencia dura, y su imagen octogenaria podría encubrir tan solo sesenta años de vida. Nunca supimos su edad; él mismo, tampoco.

                Realmente, trabajando al ritmo lento y cansino conque realizaba su tarea  completamente a su aire y casi a su gusto, la elección era acertada: el Tío Preciados quería seguir trabajando por dos razones: porque lo había hecho toda su vida y no sabría parar, y porque en aquella época, el que no trabajaba no cobraba. Aún no se habían inventado las pensiones para el trabajador, por lo que su retiro normal era la vejez pegado a las costillas de los hijos o, con mas frecuencia, la muerte por enfermedad. Yo, desde niño, fui aprendiendo ya en qué miseria y abandono murieron algunos trabajadores amigos míos.

                Y es así como teníamos meses y meses al Tío Preciados dando vueltas alrededor del jardín, como una sombra a la que no se hace ni caso, sorrapeando el camino tan despacio que, cuando llegaba al final de una vuelta, ya había nueva hierba donde había comenzado... Naturalmente, a mis padres no les importaban demasiado unos caminos verdeantes, porque sabían que el Tío Preciados se sentía a gusto, y eso, para mi madre, era más importante.

                Cuando salíamos al jardín, y me refiero tanto a mí como a mis hermanos y hermanas, solíamos ir a ver y hablar un poco con el viejecito. Despacio, con un gesto de enderezarse pero sin conseguirlo mucho, nos miraba sonriente, sin un solo diente en su boca, y descansaba unos momentos. Ya sabíamos de antemano lo que a continuación iba a hacer: muy despacio, sin dejar de mirarnos con una sonrisa de complicidad mas bien maliciosa, metía su mano arrugada y temblorosa bajo su blusón y, ceremonialmente, con algo que tenía mucho de rito y de misterio, sacaba de su “moquero” o pañuelo una gran redonda galleta rebozada en harina y azúcar, que nos daba a hurtadillas; por supuesto, en complicidad con nosotros y ocultando el hecho a la abuela Lola, que si se entera de dónde sacaba el Tío Preciados la galleta, le da un ataque de histeria y asco o uno de sus socorridos “ahogos”. La verdad es que a nosotros nos sabía a gloria...!

                Del Tío Preciados, además, tengo grabada una imagen que de niño me impresionó: cuando escupía para afilar el “dalle” (guadaña) con la pizarra, escupía una saliva verde como la hierba. Como la hierba que arrancaba de los caminos. Entonces no supe por qué. Hoy, pienso que quizá llevase La Montaña en sus propias entrañas...

(De unos apuntes personales sobre mis añoranzas. Copiar y pegar. Para probar nuestro recién estrenado blog... Si pudiera gustar, sigo. (falvearc))

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Respuestas
    1. Carmen! que bien encontrarte aquí... escríbeme a liana.arias@live.com para estar en contacto. Besos.

      Eliminar
  3. Otra maravillosamente escrita historia, Fernando. Me encanta tu estilo. Eres único y tan profunda esa mirada tuya ya de niño...me gustaría leer más, mucho más. Liana

    ResponderEliminar